Hace unos meses, los franciscanos de Washington abrieron allí un “Albergue para ermitaños de la ciudad”, una casa de retiro sin tinte confesional ni religioso, para gente que simplemente busca silencio. No una mera ausencia de ruidos, sino el silencio interior en el silencio exterior, la serenidad del espíritu en la serenidad del espacio, la paz del corazón en la paz del lugar.
El inconveniente es que cuesta 70 $ al día (unos 50 €), una suma considerable para los tiempos de crisis que corren también por allí. El caso es que la casa –como otras muchas de este estilo en Estados Unidos– está permanentemente solicitada.
Y en lo que a pagar se refiere, el caso es que también la falta de silencio la pagamos, y bien caro, en forma de diversas dolencias físicas, psíquicas y espirituales. De todos modos, 70 dólares por día para estar en silencio… es para pensárselo dos veces. ¿No habrá manera de encontrar el anhelado silencio algo más barato? Pues sí. Está al alcance de todos.
Y pienso que el silencio es un asunto de alcance social, como el aire que respiramos o el agua que bebemos, y que en ello nos jugamos en parte nuestro bienestar personal y colectivo. Yo desearía que nuestros pueblos y ciudades dispusieran de albergues de silencio bien cuidados y atendidos, al igual que disponen de cines, centros culturales y polideportivos, o de escuelas y jardines. ¿Es un desatino?
¿Qué eran en otros tiempos todavía recientes nuestras iglesias sino espacios de calma y de aliento? (O debían haberlo sido, pues la pobre gente salía con frecuencia de las iglesias con más congoja y angustia que a la entrada). Ahora que muchas iglesias se vacían y se cierran, no estaría mal que algunas de ellas se transformaran en espacios laicos de silencio y de paz. He dicho “laicos”, pero ¿qué hay de más sagrado?
El ruido nos asfixia. Y no hablo en primer lugar del agobiante fragor del tráfico que nos envuelve, que también. Pero hay ruidos peores: libros, tertulias, anuncios, mensajes, móviles, iPhones, iPads… acaban siendo más atronadores que el tráfico más atronador. Y el peor de los ruidos, con mucho, es el más callado, el que todos llevamos dentro. Este torbellino incesante de nuestra mente. Esta extenuante baraúnda de nuestros pensamientos, que nos tiene en permanente estado de dispersión y desazón, de pesar del pasado, de miedo del futuro, de agotador empeño de ser lo que no somos y tener lo que no tenemos.
No podemos vivir así. Necesitamos espacios de silencio externo, y mucho más aun espacios y tiempos de silencio interior. El silencio y la paz exteriores son muy beneficiosos, pero no garantizan nada por sí mismos, pues los ruidos más perniciosos los llevamos dentro. “Hay personas que guardan silencio, pero su corazón no cesa de condenar a los demás”, enseñó un monje cristiano de los primeros siglos, y nos interpela a los que, aparentemente guardamos más silencio. No guardamos silencio si no vivimos en paz.
Busca más adentro la paz y el silencio. Dedica a ello 20 minutos al día por lo menos. Siéntate, siéntete, respira. Respira sin hinchar el pecho, llenando tus pulmones de modo que empujen el abdomen hacia abajo, cuanto más abajo posible. Estate así, inspirando, espirando, en silencio. En el silencio hay Paz, todo está en paz. Estate en paz. Deja que tus miedos, rencores, deseos se disuelvan y desvanezcan poco a poco, y que no te importe si persisten ahí. Está en tu mano. Pon disciplina y empeño, pero en paz, como el agua, sin “empeño”.
En todo lugar podrás hallar un albergue de silencio: en una iglesia o junto al mar, en el monte, en el salón de tu casa, en medio de una plaza, en el coche, en el trabajo. Es tan beneficioso, y tan barato…
José Arregi